Cuando la ansiedad no es solo ansiedad: el trauma oculto detrás de los síntomas

Vivimos en una época donde los síntomas como la ansiedad, el insomnio, la dificultad para concentrarse o el cansancio constante se han normalizado. Muchas personas conviven a diario con estas sensaciones, buscando soluciones rápidas que les permitan “funcionar” mejor, sin detenerse a preguntarse qué hay detrás de ese malestar que no cede del todo.

Lo que pocas veces se visibiliza es que, en muchos casos, estos síntomas no son el problema en sí, sino señales de algo más profundo: experiencias emocionales que no han sido procesadas, heridas antiguas que el cuerpo y la mente aún intentan gestionar. Es decir, trauma.

El trauma que no siempre se ve

Cuando hablamos de trauma, solemos imaginar situaciones límite: accidentes, abusos, catástrofes o violencia explícita. Sin embargo, el trauma también puede adoptar formas más silenciosas y persistentes. A esto se le llama trauma complejo o trauma relacional, y suele estar vinculado a experiencias repetidas en el tiempo que no fueron reconocidas ni sostenidas: crecer con una figura emocionalmente ausente, ser tratado con indiferencia o exigencia excesiva, sentirse constantemente fuera de lugar, o haber vivido en un entorno donde expresar emociones era visto como algo inapropiado.

Estas vivencias, sobre todo cuando ocurren en etapas tempranas de la vida, pueden dejar huellas profundas en nuestro sistema nervioso y en nuestros patrones de vinculación. A falta de un entorno que nos ayudara a regular lo que sentíamos, nuestro cuerpo aprendió a hacerlo solo: desarrollando estados de hiperalerta, desconexión emocional, hipervigilancia o conductas evitativas. Años más tarde, estas estrategias de supervivencia se traducen en lo que hoy llamamos ansiedad, insomnio, ataques de pánico o incluso dificultad para establecer relaciones sanas.

Ir más allá del síntoma: una mirada integradora

En mi trabajo terapéutico, combino dos enfoques profundamente transformadores para abordar este tipo de procesos: la terapia EMDR y la teoría del apego.

EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimiento Ocular) es una herramienta basada en cómo el cerebro procesa (o bloquea) las experiencias difíciles. Cuando algo fue demasiado abrumador para ser integrado, queda “congelado” en el sistema nervioso. EMDR permite desbloquear esas memorias y reprocesarlas de manera segura, sin necesidad de revivir el trauma desde el dolor, sino activando los recursos internos del paciente para integrar lo vivido desde un lugar más seguro y actualizado.

Por otro lado, el enfoque del apego nos ayuda a comprender cómo se construyeron nuestras formas de vincularnos: con nosotros mismos, con los demás y con nuestras emociones. A través del trabajo terapéutico, podemos detectar patrones inconscientes, resignificar el pasado y empezar a cultivar un vínculo interno más compasivo, seguro y regulado.

Juntas, estas dos herramientas permiten que el proceso terapéutico no se quede solo en la gestión del síntoma, sino que profundice en su origen, en la historia emocional que lo sustenta.

Un síntoma es un mensaje, no un defecto

Uno de los aspectos más importantes en este camino es dejar de mirar la ansiedad o los síntomas como un “fallo” personal, y comenzar a verlos como lo que son: señales del cuerpo y la psique pidiendo atención. No es que “algo está mal contigo”, sino que hay algo que aún necesita ser comprendido, sostenido y transformado.

En muchas ocasiones, la verdadera sanación comienza cuando cambiamos esa mirada: cuando dejamos de pelearnos con lo que sentimos y empezamos a escucharlo con curiosidad y compasión.

Un espacio para reparar

El espacio terapéutico no es solo un lugar para hablar de lo que pasa, sino para vivir una experiencia emocional distinta: sentirse visto, comprendido, respetado y acompañado en lo que antes fue vivido en soledad. Esa nueva experiencia —de vínculo seguro, de presencia sostenida— es en sí misma una forma de reparación.

Cuando trabajamos con trauma desde la raíz, no solo desaparecen los síntomas, sino que se transforma la manera en que habitamos nuestra vida. Sentimos más calma, más claridad y más capacidad para estar presentes en nuestras relaciones, en nuestros cuerpos y en nuestras decisiones.

Porque muchas veces, la ansiedad no es solo ansiedad: es una historia no contada que el cuerpo aún está tratando de procesar. Y merece ser escuchada.

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