Cuando hablamos de trauma, muchas personas piensan en eventos puntuales, extremos o evidentes. Pero existe otro tipo de herida emocional, más sutil y silenciosa, que también deja una huella profunda: el trauma relacional. Se trata de aquellas experiencias dolorosas vividas en el contexto de relaciones importantes, especialmente en la infancia, que afectan la manera en que nos vinculamos con nosotros mismos y con los demás.
Este tipo de trauma no siempre está asociado a hechos “graves” como abusos o negligencia extrema. A veces, proviene de vínculos en los que no nos sentimos vistos, validados o emocionalmente seguros. Padres emocionalmente ausentes, cuidadores impredecibles, exigencias excesivas, invalidación o falta de sintonía emocional pueden generar lo que llamamos apego inseguro, un estilo de vinculación que nos deja en alerta, con dificultades para confiar, conectar o poner límites.
Muchas personas que llegan a terapia no se identifican con haber vivido “un trauma”, pero describen patrones repetitivos de sufrimiento: relaciones que no funcionan, miedo al rechazo, ansiedad constante, sensación de vacío, autoexigencia desmedida, desconexión emocional o una profunda dificultad para descansar en el vínculo. En estos casos, es muy probable que estemos frente a un trauma relacional.
Desde mi enfoque terapéutico, integro el modelo del apego con la terapia EMDR (Desensibilización y Reprocesamiento por Movimiento Ocular), una herramienta basada en la neurobiología del trauma que permite desbloquear y reprocesar recuerdos emocionales que quedaron atrapados en el sistema nervioso. Esta combinación resulta especialmente útil en casos de trauma complejo o de origen vincular, donde las heridas no son solo cognitivas o narrativas, sino emocionales y corporales.
La relación terapéutica también cumple un rol fundamental: es, muchas veces, la primera experiencia de vínculo seguro para quienes no lo tuvieron en su historia. A través de un espacio sostenido, empático y respetuoso, se hace posible revisar esos patrones, dar lugar a lo que dolió, y construir nuevas formas de estar con uno mismo y con los otros.
Sanar el trauma relacional no es un camino rápido, pero sí profundamente transformador. Comienza al reconocer que la forma en que nos vincularon en el pasado no define lo que merecemos hoy.